Cuando le preguntan a mi padre cuánto vale su casa, él responde, “esta casa vale porque no tiene precio”; eso lo dice mientras recuerda el proceso de construcción de nuestra casa, el lugar donde vivimos mis hermanos, mis padres y yo; donde se esconden nuestros más íntimos recuerdos de infancia, la morada donde crecimos, jugamos, aprendimos, lloramos, reímos, soñamos y en nuestra mente de niños también pensamos que sería nuestra estancia para toda la vida.
Mis padres no compraron sobre planos, para la época y para el entorno, los planos estaban en la imaginación de ellos, arquitectos y creativos empíricos, desafiando las limitaciones de la época y el lugar; sin carretera, sin servicio de energía eléctrica; asumieron la titánica tarea de construir una vivienda.
Esto implicaba llevar a lomo de mula los materiales desde la carretera principal, hasta el terreno elegido para la construcción de la obra; por un camino marcado por la profundidad de sus pendientes, esto sin contar con el deterioro de las condiciones, cuando el clima era de lluvia; en un recorrido de alrededor de 40 minutos ida y vuelta.
La labor hubiera sido sencilla, si se tratase de un bulto de cemento y 10 ladrillos, pero se trataba de algo más grande; se contaron los materiales uno a uno, pero los pasos de mi padre fueron incontables; con cada paso un avance, con cada avance un sueño en construcción.
El diseño resultó ser una propuesta innovadora para la época y para el lugar, cambiando conceptos de los campesinos de la región, pasando de lo “abierto”; en casas con diseños lineales de corredores exteriores, a lo “cerrado”; en una vivienda con un corredor interno de enlace de espacios con una planimetría rectangular, de lo “público”; en casas con servicios de baño, ducha, lavadero y cocina en sus exteriores, muchas veces aislados de la habitación, a lo “privado”; integrando en su diseño estos servicios, de lo “inseguro”; en casas con puertas individuales por habitación, con acceso directo desde el exterior, por lo “seguro”; con habitaciones de acceso interno, con dos puertas de acceso externo a la vivienda.
Mientras mi padre transportaba los materiales para construir la casa, mi madre debía cocinar en el suelo, dejar a sus pequeños hijos en un cajón de madera para evitar quemaduras con el fuego de la estufa o golpes con los ladrillos o piedras con las que se construía nuestra morada.
Nuestra casa está hecha de ladrillos, arena y cemento; fundidos con sudor, sueños, luchas, desilusiones, esperanzas, compromiso, entusiasmo y trabajo conjunto. Por tanto, su valor no es el determinado por la ubicación, área construida y área total del lote, ésta casa “vale porque no tiene precio”, dice mi padre.
Hoy cuando recuerdo mi estancia, llegan a mi mente los espacios únicos, pienso en mi curiosidad infantil cuando quería descubrir los secretos guardados en el “zarzo”; lugar intermedio entre el techo y el cielo raso, donde se almacenan de forma temporal algunos elementos; siempre quise subir por la escalera como lo hacía mi hermano, pero nunca lo logré, debía conformarme con el relato de mi hermano sobre la diversidad de elementos custodiados en ese espacio secreto.
En la actualidad esta casa, cuenta con un solo habitante; mi padre, un campesino de 70 años, a quien se le encharcan los ojos al mezclar emociones y sentimientos, cuando aparecen por un lado la memoria de las vivencias en su casa, sus tres hijos, su esposa que ahora lo mira desde el cielo; por otro los anhelos de futuro para sus cuatro nietos a quienes siempre les narra la historia de su vida, de la experiencia en el oficio agrícola, de las herramientas utilizadas por él desde su infancia, cuando la vida lo llevó a descubrir el mundo laboral a muy temprana edad.
Esas herramientas integran la colección de piezas del Museo, piezas en su mayoría heredadas por generaciones predecesoras; ahora la casa no solo guarda memoria familiar, también es espacio de conservación de riqueza inmaterial y cultural; esa es la casa del Museo, el origen de Tincara.
Escrito por @hiloypalabra adaptado para @tincaraelmilagrodelacosecha